El niño era un niño. Tenía cinco años y era feliz. Los árboles eran gigantes protectores; las montañas, castillos; los prados, mares. Y él, un pájaro colorido que los sobrevolaba para admirarlos y admirarse. Un día, su tío lo vio corriendo cuesta abajo batiendo los brazos, con pinturas de sol y bosque en la cara. Creyó ver otra cosa y pensó que, en vez de pájaro, en vez de amor del aire y del sol y de los montes, el niño era mariposa. Y él, tan hombre, corrió y se burló ante su padre, también muy hombre, que tampocó creyó en el niño pájaro. El niño no oyó un reproche. Ni siquiera hoy lo recuerda. Pero la vergüenza helada en los ojos de su padre le recorrió el breve cuerpo en su presencia y ya no volvió a volar, sólo a veces, en sueños, cuando los soldados de los hombres bajan la guardia.
El niño creció como creció la vergüenza de sí mismo. Los árboles eran madera o sombra; las montañas, obstáculos o triunfos; los prados, pasto húmedo que estropea los zapatos. Y él, un error, una constante afrenta. El niño se hizo hombre. ¿Hombre o crisálida? Porque un día se recordó, bello, limpio, mirándose desde arriba en el espejo de los árboles, las montañas y los prados. El capullo de vergüenza se rajó y surgió una mariposa, tan sólo una mariposa, que ahora se eleva y desciende por todo, entre todo, admirada y admirando. Y desde entonces comprende que su padre, su tío y todos los hombres de su familia, de niño, también tuvieron vergüenza de ser mariposas.